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martes, noviembre 04, 2014

Cuadernos rusos, de Igort. Catálogo de atrocidades.

La historia de la deskulakización stalinista que describió Igort en Cuadernos ucranianos nos conmovió profundamente; las deportaciones de campesinos a los kulaks, los terribles episodios de hambruna y canibalismo, las detenciones y matanzas...
Por eso, la lectura de Cuadernos rusos, el nuevo cómic de Igort, nos generaba una sensación ambigua: nos apetecía embarcarnos en el disfrute de un autor que en sus últimas obras demuestra una madurez narrativa, un rigor y una capacid gráfica envidiables, pero al mismo tiempo presentíamos el shock emocional que seguramente nos iba a deparar la lectura del último trabajo de investigación periodística y reconstrucción histórica del dibujante italiano. Expectativas confirmadas en ambos casos.
En Cuadernos rusos recurre a la técnica mixta que ya empleara en Cuadernos ucranianos: intercala fragmentos textuales explicativos, normalmente dedicados a la descripción de sucesos y personas, con ilustraciones a página completa (con una finalidad subrayadora) y episodios comicográficos, que funcionan como ejemplificación dramática de los casos expuestos. En las partes secuenciadas en viñetas, convierte en relato animado, insufla vida y "revive" a los protagonistas de la historia, a las personas concretas que vivieron las atrocidades del conflicto checheno, la investigación periodística y la lucha por los derechos humanos, en este caso.
Esto es una Makarov IZH con silenciador, un arma como ésta mató a Anna Polistkóvskaya en el ascensor de su casa, en el número 8 de la ulitsa Lesnaya, en Moscú. Ese día, el 7 de octubre de 2006, se extinguió una importantísima luz para la conciencia rusa; se hizo oír la brutalidad de una democracia travestida para la cual los sovietólogos han acuñado el término DEMOCRADURA.
Algunos actos de barbarie y degradación funcionan como catalizadores de la conciencia social, pinchan en nervio y despiertan a la masa adormecida que reconoce en ellos al monstruo del terror. Sucedió, si nos permiten extrapolar ejemplos, con el asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos del terrorismo mafioso de ETA, está sucediendo ahora mismo, en otro nivel, con los casos recientes de corrupción política y financiera, y, nos dio la sensación, que sucedió en Rusia con el asesinato de la periodista Anna Polistkóvskaya. El cómic de Igort nos lo confirma.
Recordamos en la distancia las numerosas muestras de dolor popular que se veían en los noticiarios durante aquellos días, en las crónicas llegadas desde Rusia. En este lado del mundo se cuestionaban abiertamente, quizás por primera vez, las derivaciones políticas últimas de aquellos milagros aperturistas que fueron la perestroika y el glasnot. Resulta que Rusia estaba repleta de grupúsculos neonazis violentos que actuaban con total impunidad. Al parecer, los tiempos oscuros no estaban del todo superados. En un instante, ante los ojos de la Europa más vieja e impasible, a personajes como Putin se les llenaba el rostro de sombras y cicatrices, y sus decisiones políticas empezaban a levantar sospechas y suspicacias. En esas seguimos. El reciente aliado de occidente cada vez lo parece menos.
En Cuadernos rusos, Igort nos cuenta la historia reciente de Rusia y la guerra chechena a través de la figura de la periodista asesinada, a través de sus escritos, investigaciones, testimonios y herencia. Algunos otros retomaron su testigo y compartieron su tragedia. Es el caso del también periodista Stanislav Markélov, amigo personal de Anna, y la joven becaria Anastasia Baburova, asesinados ambos en Moscú el 19 de enero de 2009; apenas tres años después del asesinato de Polistkóvskaya. Los dos trabajaban para el periódico Nòvaya Gazeta, como ella.
En gran medida, la mirada de Polistkóvskaya en el cómic viene filtrada por los testimonios directos de Galia Ackerman, amiga y traductora al francés de los libros de Anna, que aparece como personaje narrador en varios episodios del libro. A partir de esta conjunción de voces narrativas (la mirada autoral de Igort, los recuerdos y conversaciones de Galia y los textos e investigaciones de Anna en última instancia), el lector asiste a una crónica despiadada del terror, un recorrido de pesadilla que se mueve entre el presente y el pasado con un único hilo conductor: la deshumanización. Igort no ahorra detalles, ni ofrece reposo o consuelo en su viaje hacia el horror. Nos hace testigos de los ya mencionados asesinatos de periodistas, de las violaciones y asesinatos de adolescentes, como Elsa Kungáyeva, a manos de las Fuerzas Especiales rusas, de las terribles torturas y mutilaciones que se han llevado a cabo en "campos de detención", como el de Chernokosovo; asistimos incluso a testimonios en primera persona de quienes llevaron a cabo aquellas torturas y purgas, como el del soldado ruso mutilado del foro de veteranos de Chechenia. Y revivimos la crisis del teatro Dubroka, tomado por terroristas chechenos y recuperado a sangre, gas y fuego por el ejército ruso:
Fue una carnicería; no hubo organización en los servicios de socorro. Muchos murieron asfixiados porque los cuerpos de los desmayados se mamontonaban unos sobre otros. Fue atroz. Por otro lado, en los hospitales no sabían qué hacer porque nadie conocía el gas que [el ejército ruso] había usado y no había antídoto disponible. Secreto de estado.
Pero más allá de la enumeración de horrores, Cuadernos rusos intenta (desde un posicionamiento claro por parte de su autor, sin duda), contagiarse del espíritu de Anna Polistkóvskaya y, como hizo ésta a lo largo de toda su vida, entender y arrojar luz sobre las razones (históricas, personales, psicológicas, etc.) que motivan la tragedia. Un intento por comprender, al igual que también hiciera Hannah Arendt en su día respecto al Nazismo, las motivaciones del mal.
Como en Cuadernos ucranianos (trabajo al que Igort alude en el epílogo de la obra, para que no olvidemos cómo los errores se repiten en la historia una y otra vez), el dibujante italiano nos propone un relato fragmentado y acumulativo, apoyado en testimonios diversos y una multiplicidad de puntos de vista. Conviven en Cuadernos rusos, por esta causa, cierta dispersión o desorden narrativo, que puede llegar a desubicar al lector, junto a una fuerza testimonial innegable derivada de la heterogeneidad de perspectivas y testimonios. Un documento y un documental. Un cómic de esos que hay que leer (y sufrir) para entender.

[Epílogo]
El "problema ruso" está cargado de contradicciones y manifestaciones interesadas. Lo estamos viendo recientemente con la guerra encubierta que tiene lugar en Ucrania. EEUU y Europa se han posicionado claramente del lado de la antigua república rusa, sin embargo, algunos artículos, como los escritos reciéntemente por el profesor Vincenç Navarro nos hacen pensar que la situación no define a buenos y malos tan claramente como los medios occidentales nos quieren hacer pensar. Tampoco fue diáfano en su día el tratamiento del conflicto checheno y el de la respuesta sangrienta de la Rusia de Putin. No sabemos ustedes, pero nosotros nos fiamos mucho más de gente como Igort o Polistkóvskaya que de las llamadas "versiones oficiales". Descreimiento, le llaman. Lean este cómic y entenderán de qué hablamos.

lunes, diciembre 17, 2012

Cuadernos ucranianos de Igort en la SER.

Ya le dedicamos un post largo y reflexivo a los Cuadernos ucranianos de Igort hace casi un año exacto. Fue uno de nuestros cómics favoritos del curso pasado y una de esas lecturas que, de un puñetazo en el estómago, le devuelve a uno la conciencia y le obligan a reflexionar acerca de la inmundicia humana. El asco moral. En este caso por obra y desgracia de un genocida experto en la materia, el monstruo Stalin.
Igort desglosa las atrocidades a las que el dictador soviético sometió a la población agrícola ucraniana que se resistía a entrar en sus planes de colectivización. Igort recurre al eclecticismo artístico para combinar los datos fríos y documentales de la matanza con páginas de cómic que recogen los testimonios biográficos de algunos de los supervivientes de la tragedia.
De todo eso hablamos hace unos días en la SER junto a nuestra amiga la historiadora Eva Lavilla y don Chema Díez. Se lo dejamos aquí:


lunes, diciembre 19, 2011

Cuadernos ucranianos, de Igort. Crónicas desde el horror.

A nuestro país, de Igort nos han llegado noticias con cuentagotas: 5, el número perfecto; Baobab; algunas historias sueltas en revistas y antologías, y poco más. Nosotros nos trajimos de un lejanísimo viaje transalpino un trabajo que firmó con Massimo Carlotto, titulado Dimmi che non vuoi morire; y debemos confesar que, años después, aún espera en la montaña de pendientes.
En un vistazo superficial, los trabajos de Igort pueden dan cierta pereza visual: su estilo es sobrio y solemne, a veces simbólico, otras casi expresionista; sus personajes parecen tallas góticas en madera y casi nunca se recrea en un dinamismo excesivo en sus secuenciaciones. Nos recuerda un poco a los dibujos de ese Andrés Rábago, Ops, El Roto. Recientemente, Sins Entido ha publicado Cuadernos ucranianos, una obra de Igort ante la que el lector no debe sentir pereza ninguna, porque se trata de un cómic sobresaliente.
Ya hemos señalado alguna vez que hay historias que por su veracidad o por la tragedia insoportable que se encierra tras su reconstrucción ficcional, resultan casi irrebatibles en el terreno emocional. Es cierto que una mala narración puede llegar a arruinar cualquier búsqueda de empatía, pero no lo es menos que toda ratificación histórica le añade a una historia un plus de credibilidad y capacidad de perturbación. Es el caso de esta obra. Desde la primera página, Igort se encarga de dejar claro que en su relato no hay más ficción que la de la reconstrucción ordenada de los hechos históricos: el artificio está en la forma, no en lo relatado. La batería de datos, nombres propios, fechas y testimonios que sostienen la crónica modelada por Cuadernos ucranianos es el resultado de la estancia del autor ("Relación de un viaje que duró casi dos años") en el escenario del "crimen", la Ucrania postsoviética, uno de tantos cadáveres geográficos que reflotaron putrefactos de las profundidades de la antigua URSS.
Hubo un tiempo en que en Occidente se observaba a la Rusia comunista con cierta indulgencia, sus líderes parecían inofensivos ancianos seniles de otro tiempo y sus figuras históricas (Lenin y, sobre todo, Stalin) no parecían más que eso, figuras históricas. A esta percepción contribuyó gente como el Pulitzer Walter Duranty, el corresponsal del New York Times en Moscú, un periodista arribista y adulador que ayudó a afianzar "un culto a la personalidad del dictador incluso en Occidente". El trabajo en los últimos lustros de historiadores y personajes de la cultura como Nikita Mijalkov (Quemado por el sol) o Martin Amis (Koba el temible), nos han ayudado a levantar el velo y a dejar a la vista la evidencia tenebrosa: Stalin se sienta al lado de Hitler o Pol-Pot en el podio de los monstruos genocidas de la historia reciente.
Igort aporta algo más de luz a dicha evidencia, revelando un drama histórico sobre el que en los anales históricos recientes se ha hablado poco o nada: el genocidio practicado sobre los kulaks (campesinos poseedores de tierras) ucranianos entre 1931 y 1934, una matanza que se dio en llamar la deskulakización.
Con el fin de conseguir incorporar a la rebelde Ucrania ("con una fuerte tradición campesina compuesta por pequeños y medianos terratenientes") al plan de colectivización bolchevique, Stalin y sus generales trazan un plan sistemático que consiga doblegar al país, "aniquile sus impulsos independentistas y destruya su identidad": se trataba de aislar a Ucrania y cortar sus medios de producción y sustento. Mediante el arresto de los cabezas de familia, la deportación sistemática de kulaks y la posterior requisación de bienes, animales, cosechas y alimentos, la región cayó en una hambruna tan brutal que hizo aumentar exponencialmente a hambruna, la violencia y provocó terribles episodios de canibalismo; la población de kulaks pasó de los 5,6 millones de 1928 a los 149.000 de 1834.
En su intento de ilustrar lo inenarrable, Igort maneja un doble registro artístico: para su enumeración de datos históricos y para la ordenación de los acontecimientos (apoyada en numerosos documentos oficiales de la época), el italiano recurre a ilustraciones de apoyo sobre textos ágiles e informativos. Pero además, entre cifras espeluznantes y espeluznantes referencias, el autor incluye varios relatos comicográficos reducidos, de naturaleza biográfica. Se trata de episodios fidedignos sobre las vidas de esos testigos que Igort se encontró en su travesía, y que tuvieron a bien desnudarse vitalmente ante sus preguntas en indagaciones.
Las vidas de los Serafina Andréyevna, Nicolái Vasílievich o María Ivánovna no intentan funcionar, ni mucho menos, como ejemplos ilustrados de una tesis o como pruebas del delito. Son simple y llanamente confesiones descarnadas, a tumba abierta, de auténticas tragedias personales; ejemplos en carne viva del derrumbe existencial que asola a este planeta que habitamos, con una frecuencia cíclica y machacona. Cuando leemos sus retratos de resistencia y lucha infructuosa, pareciera que estuviéramos presenciado algunas de aquellas vidas de santos y hagiografías iluminadas de nuestro adoctrinamiento pasado (que tanto gustaban a ese otro pequeño y miserable dictadorcillo nuestro), eso sí desprovistas del resplandor místico y la aureola santificante. Tragedias sin excusas las de estos pobres hombres y mujeres ucranianos que sobrevivieron al monstruo y a sus plagas, y se agarraron a la vida, para constatar que al final de la misma, no había nada más que una tumba hecha de barro y heces.
No nos extraña que el Igort narrador deambule por su propia obra en estado perpetuo de congoja y estupor. En ese mismo estado nos deja con su último subrayado:
Una noticia reciente: van a colocarse numerosos retratos gigantes de Stalin en las principales plazas de Moscú a partir del 1 de abril de 2010. "Que saga sonriendo," aconsejan los dirigentes del revivido partido comunista. Y esto no es, por desgracia, una inocentada.